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Qué poco dura la alegría en casa del pobre; tan efímera que se desvanece antes de que la burbuja cosquillee en la nariz. Ese gol esperanzador de Koke, el recuerdo de una Liga ganada en el Camp Nou, caduca repentinamente. Minutos de equilibrio más que de supervivencia, hasta que Messi, cruda realidad, coloca cada cacharro en el hueco correspondiente de la alacena. Pero ya no es vuelta a empezar, sino a contener lo que, según tantísimos pronósticos, se viene encima por senderos que no necesariamente son trazados por el característico fútbol azulgrana, es decir, tocar y tocar hasta la victoria final.
Un pase en profundidad sorprende a la mejor defensa continental y al portero menos goleado le cuela Luis Suárez el balón entre las piernas. ¡Manda «güevos»! El mito que cae, el Platko de Alberti otra vez batido y la leyenda del ariete inmisericorde crece inversamente proporcional a la destemplanza atlética.
Se viene encima la derrota prevista a pesar de que el fútbol no es previsible. Y eso genera impotencia incluso en tipos tan templados como Filipe Luis, más dispuesto a la pincelada que al brochazo. Intuye que el control de Messi en el centro del campo, pegado a la banda, es el comienzo del 3-1 y le lanza la plancha a la rodilla. Ha metido la pata. Por segundos no llega reglamentariamente al descanso. Undiano le expulsa, no tiene otra alternativa. Con diez, el marcador desfavorable y un tiempo por delante, el Atlético no presenta la dimisión. Bravo, que despeja con el pie más de medio empate de Griezmann, da fe de ello. Entonces Godín ve la segunda amarilla. Con nueve no hay partido y la rodilla de Augusto, recambio de Tiago, hace crac. Mascherano le besa en la frente. Final prematuro.
Source: Deportes